¿Qué es un niño?


La Educación parte de una idea fundamental, tan firme como estúpida: que se sabe lo que es un niño. 
Lo saben porque saben el futuro de ese niño, porque ellos van a formarlo y conformarlo y todo eso por su pretendido bien, porque, sino, el pobre sería un desadaptado social, un marginal, y hay que hacer perfectos individuos para el futuro: ciudadanos sumisos, fieles creyentes de lo que hay que creer, puntuales consumidores de lo que al Mercado le interese vender, esclavos felices del Dinero. 

Someterles de antemano a un futuro, labrarles un futuro, hacerles un futuro, aunque sea al precio de cargárselos de presente: no dejar vivir al niño para fabricar al Hombre. Como si a cada niño se le colgara al cuello ese cartelito de obras, que tan frecuentemente vemos a cada paso en las ciudades del Desarrollo, y que reza: “Perdone las molestias: estamos trabajando para su futuro”. Y todo esto se hace como sabiendo qué es un niño. Se pretende conocer ese misterio siempre imprevisto y escurridizo de un niño. Porque no se sabe maestro: se aprende de los niños. 
Pero en vez de aprender de ellos, a cada momento se les enseña lo ya sabido.
Por ejemplo, enseguida se les sustituye el lenguaje, que no es de nadie y es para cualquiera, el hablar, que es del pueblo, por la escritura, que ya se sabe que es de la Cultura y los cultos, que es de Arriba.


Un maestro ha tenido primero que sufrir muchas pedagogías, muchas malas creencias que le convenzan que es eso lo que tiene que transmitir a los niños, sin permitirse cuestionar la pertinencia de esos saberes y esas ideas. 
Pero ahí están los niños: están para escucharlos y aprender de ellos, y esa debería ser la primera y más honesta tarea de un maestro: saber oír –cosa que nunca hacemos-. Recordad la propuesta del poeta Antonio Machado para aquella Escuela de Sabiduría Popular: lo primero era prestar oído al pueblo, al leguaje corriente, que es el que sabe sin saber que sabe. 
La Escuela de Sabiduría Popular no tendría otra función que la de ordenar, arreglar y volver eso oíd más razonado y razonable, para devolverlo de nuevo a la gente corriente, al pueblo; y, en cuanto a los padres, el papel mismo de hacer de padres, y por lo tanto de principales guardianes del Futuro de sus hijos, estropea mucho las posibilidades de entendimiento y escucha atenta de los niños.

No oímos porque sabemos ya lo que nos van a decir: quien sabe no oye. Sabemos, tenemos idea, nos hacemos una idea y eso también repercute en uno mismo: aceptar el personaje que uno es para el prójimo: uno se hace ya sabido. Oír sería, en cambio, la desprevención, la limpieza de ideas, la desnudez de la razón. Las jergas en cambio están para engañar. 
Todo tipo de jergas: las políticas, las comerciales y hasta las amorosas de culebrones y las fotonovelas, están para engañar, para “crear ilusiones”, para sustituir la vida por ideas, por ideales y creencias morales, los sentimientos por obligaciones; en definitiva para seguir redondeando aquel primer cambiazo que los adultos hacen con los niños, que la Sociedad hace con sus retoños: que lo bueno es malo ( y si es buenísimo, entonces es malísimo) para que así de mayores ellos también tomen en recíproca lógica lo malo como bueno.

El lenguaje corriente, popular, el lenguaje desenfadado, cuando se deja hablar, es razonamiento vivo, no ideas ni doctrinas. El lenguaje corriente y popular oye y entiende. Escuchar ese lenguaje, sobre todo de la gente menos formada, de los niños, antes de que se conformen con y en la Realidad que les corresponda, sería un método vivo y buenamente antipedagógico, en el sentido literal del término, porque sería mas bien el niño el que conduce al maestro hacia la verdad; el niño sería la voz del pueblo, y es así el maestro más vivo.

…contra toda pedagogía, y con el sagrado respeto de no saber qué es un niño, así lo despiertan y lo hacen cantar, al niño de siempre, al niño sin tiempo, a tu niño.


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